lunes, abril 20, 2009

Entrevista a Walter Iannelli | Primera Parte

¿Cómo es el proceso creativo en su obra? ¿Cómo surge la idea de un cuento?

De muy diversas formas. No creo que un cuento sea algo que uno se sienta a escribir y sale, y listo, aunque así parezca, sino probablemente algo que se va gestando en alguna zona a veces oculta e inaccesible al consciente, y que de pronto emerge en forma de situación o simplemente de tema, de idea. Quizá el cuento resulte la excusa para hablar de un tema determinado: un miedo, por ejemplo. Quizá ese miedo nos ha venido acosando desde hacía mucho tiempo, sin palabras aún, y un día aparece en nuestra cabeza una escena que puede representarlo metafóricamente de manera que quede dicho por abajo del texto. A veces apenas aflora en nosotros la sensación pelada, sin palabras (la sensación de miedo por ejemplo) y entonces el cuento es la intención de poner en palabras mediante una narración aquello que no podemos decirnos. A veces simplemente es una necesidad que obedece a algo que no podemos entender todavía, que quizá nunca entendamos. Trato de explicarme: creo que podríamos hablar en un cuento de tema y de argumento. El tema sería aquello de lo que queremos hablar, y el argumento la situación de la que nos valemos para representar, por acumulación, como si el cuento fuera una larga metáfora, aquello de lo que queremos hablar. Muchas veces, terminado el cuento, quizá evaluados ya los términos formales en los que se centra lo narrativo -es decir, que el cuento resulte un texto literario y cumpla con los requisitos formales-, puede suceder que no sepamos a ciencia cierta de qué estamos hablando, qué cosa allá en las profundidades de nosotros mismos nos llevó a escribir esa historia.

Al respecto pueden pasar cosas interesantes. Cuando el editor me acercó las galeras de mi último libro de cuentos, advertí que me faltaba agregar la dedicatoria más importante. El cuento Metano, el que le daba título al libro, estaba dedicado a mi madre que falleció hace poco tiempo. Sin embargo en ese momento me di cuenta de que debía sobre todo dedicárselo a mi padre, ya que se trata de la historia de un mundo en donde la gente a la hora de morir explota: mi padre murió en una explosión accidental cuando yo tenía 3 años. Ese dato, siempre sabido por mí, estuvo oculto en alguna zona de mí mientras escribía y aún mucho tiempo después de haber terminado el cuento. Sólo un instante antes de entregar las galeras corregidas al editor, advertí que quizá esa explosión me hizo imaginar, cuarenta años después, un mundo donde el fin del mundo de cada uno de nosotros era un estallido.

En algunos otros cuentos “aquello” que molesta, obsesiona o necesitamos exorcizar puede estar más a la vista. Cuando mis hijas eran muy pequeñas, siempre tuve miedo de que alguna se ahogara en la bañera. Parecía improbable tal circunstancia. Cualquier padre receloso de sus hijas haría lo suficiente para cuidarlas para que eso no sucediera. Sin embargo, esa facilidad con que parecía que podía acometerse la empresa de evitar que un hijo se ahogara en 40 centímetros de agua, no cerraba las puertas de la fatalidad. De manera que aún así, un avatar, un hecho fortuito, dejaba abierta una brecha al horror que conducía a la tragedia, pero más todavía a la vergüenza del absurdo. Cualquiera de nosotros preferiría morir de un modo lógico, y no porque el taco del zapato se quedó atorado en las vías del tren y no pudimos zafarnos. La escritura de la historia de un chico que se ahoga en la bañera me liberaba de alguna manera del peso y el dolor, o al menos me permitía asumirlo, pero también me planteaba un problema de orden metafísico , que fue el que, estimo, justificó la existencia literaria del escrito: cuando Dios o el destino, digamos, son causantes de la tragedia, la muerte adquiere una lógica, y es más fácil de digerir, ¿pero qué pasa cuando lo somos nosotros mismos por negligencia? Es más fácil echarle la culpa al destino que tener que asumir la soledad en la que acertamos o nos equivocamos. De este modo, un personaje de este cuento se pregunta si no será mejor manipular la verdad y modificar piadosamente los hechos para que Dios sea el responsable de todo.

En fin, todos los cuentos obedecen, supongo, a más o menos secretas obsesiones, que a veces se me ponen de manifiesto, y otras no. Debería charlarlo con mi terapeuta.


Algunos escritores se sientan todas las mañanas a escribir o corregir, otros prefieren esperar a que una idea los movilice ¿Cómo es su metodología de trabajo?

Quise tener una metodología de trabajo, quizá la tuve alguna vez, pero ahora no sé si la tengo.
El tiempo que tengo para escribir, que me gané con sudor y lágrimas para decirlo retóricamente y que es bastante por suerte, a veces no lo uso todo para escribir. ¿O sí? A veces escribo dándole de comer al gato, viendo cómo crece el geranio, mirando por la ventana, haciendo cosas manuales o simplemente haciendo nada. En ese estadío en que las cosas todavía no tienen palabras me tomo mi tiempo de escritura como un tiempo de recreación hasta que aquello que me da vueltas por la cabeza cobra tanta fuerza que me hace sentar en la silla y apretar la primera tecla. Entonces escribir ya no es un acto volitivo, sino una necesidad de sacarte de encima u ordenar aquello que te inquieta, de darle una forma estética quizá.

Muchas veces intenté la contraria. Decidido a convertirme en un escritor, me senté largas tardes frente a la Olivetti o la PC a obligarme a ser un genio. Fueron momentos duros, en los que es muy fácil sentirse un verdadero idiota: la voluntad no nos hace más talentosos, salvo en lo que respecta a la gimnasia de la escritura, de por sí importante. Pero no es la voluntad la que nos va a deparar la necesidad de escribir y sin necesidad de escribir no somos escritores, del mismo modo en que no somos lectores si no tenemos ganas de leer. La voluntad sirve, sí, cuando aquello que nos acosa ya se ha convertido en nuestro mundo y no distinguimos lo que pasa en la calle de lo que pasa en nuestra pantalla; sirve cuando son las cuatro de la mañana y no le encontrás las palabras a una página aunque estés seguro de lo que querés decir, sirve cuando nadie te da bola y sin embargo pensás que podés escribir un gran libro. Pero si adentro, no tenemos a alguien capaz de dejarse ganar por la sugestión, alguien que se permite dudar, alguien que pueda aferrar con una mano el corazón del deseo, es difícil que podamos escribir y disfrutarlo. Y el día que deje de disfrutarlo, no escribo más.

De modo tal que sí, también ahora durante períodos me siento regularmente a escribir, no en horarios muy exactos, pero casi siempre cuando “algo” más allá del mero tener que hacerlo me impulsa.


¿Cómo decide el nombre de un libro, qué importancia tiene para ud el título y qué alcance cree que tiene en el lector?

Linda pregunta, difícil de contestar.
La primera respuesta sería desde su posible inclusión en el mundo de los libros. Este último libro de cuentos tenía otro título que cambié a sugerencia del Editor. Quizá hice bien, no sé. Pensé que quizá era mejor un título corto, que la gente pudiera recordar, un sustantivo, a una construcción de varias palabras que ni se pudiera buscar en google. En esos términos digamos que se podría hablar de microscópicas operaciones de mercadeo en un mercado casi inexistente como es el de la literatura argentina. Por otra parte siempre pensé en libros que me habían gustado muchísimo con títulos horribles, previsibles o demasiado denotativos. Por lo general, hablando de cuentos, nunca encontré que el cuento que le diera el nombre al libro fuera el que más me gustara. De modo que supongo que concluí que una cosa era el título de un libro tomado de uno de los cuentos y otra la elección de un título de un cuento para que éste como cuento representara la totalidad.

Creo que el alcance que tiene un título para el lector está relativizado por muchas cosas. En principio por la exposición que tenga el libro en librerías, en segundo término por la repercusión en los medios. El título tendrá ahí sí alguna importancia: en la medida que el lector pueda acceder a su conocimiento.

En materia estética, la respuesta es más simple: me gustan los títulos que carecen de un sentido determinado, aquellos que se irán cargando de sentido en la medida que el texto transcurra. Ahí ya no importa si el título es corto o largo, fácil o difícil de recordar. Lo que importa es que el título empiece a cobrar significado con la lectura, como si fuera una metáfora muy sintética de lo que hay entre las tapas.